TAMAULIPAS: UN VIENTRE DE PLATA Y PLOMO
CUADRANTE POLÍTICO
POR FERNANDO ACUÑA PIÑEIRO
TAMAULIPAS: UN VIENTRE DE PLATA Y PLOMO
Abandonemos por un rato, el pan nuestro de cada niño, que incluye, en su calistenia escolar, el credo espartano del pecho a tierra, y hagamos literatura:
Era de madrugada, cuando el hombre salió de su cabaña y atravesó el pequeño pueblo de casas con techos de paja y paredes de empalizadas, enjarradas con tierra amarillenta. Languidecían las constelaciones, en el vientre magenta del infinito. Estaba clareando.
De pronto, cuando orientaba sus pasos hacia el camino que conducía a la carretera, donde lo recogería el camión minero, una bola de lumbre se desprendió de los montes cercanos y empezó a perder altura, como una luciérnaga gigantesca. Don Fausto apenas tuvo tiempo para defenderse de aquel guajolote en llamas que se le venía encima en su aterrizaje, y solo alcanzó a darle un llevón con la flama de su lámpara minera de acetileno.
Cuarenta años después, los hijos y los nietos de aquel hombre que se había codeado con el mito y con los fantasmas, escuchaban todavía aquella narrativa que concluía, entre los linderos de la seriedad e ineludible sarcasmo:
—-La luz aquella, bajó en el solar de la comadre María, comentaba entre carcajadas.
Todos los días, a las cinco de la mañana, los obreros de la “La Sierra Gorda”, esperaban el viejo Ford que los llevaba hasta la boca del mineral. El viento de la madrugada sacudía sus cabelleras desordenadas y llenaba sus pulmones de viento fresco.
Reían, bromeaban, con las hormonas a flor de piel. No rebasaban los 40 años. Recorrían 15 o 20 kilómetros por una carretera abrazada a la montaña, parecida a una serpiente plomiza deslizándose por el cuello de una bestia verde oscura, que al atardecer se tornaba en un dinosaurio azuloso, contemplativo y ausente. En los años cincuenta, así se veía aun, el monte abundante y húmedo de la geografía huasteca.
La mina estaba ubicada al pie de una elevación rocosa, de difícil acceso. Frente a la entrada de la gruta, había dos juegos de cables acerados, con canastillas metálicas por donde bajaban las toneladas de roca veteadas de plata y plomo.
En el umbral de aquel agujero que descendía como un tiro vertical de ochocientos metros, había un pequeño retablo del Santo Niño de Atocha, el santo patrono de los mineros, que aun perduraba, como herencia del coloniaje español. La leyenda hablaba del hijo de Dios, en su papel de niño humanista, solidario con las causas de los cristianos encarcelados por los moros, y después, como deidad de los trabajadores, en los socavones de la extracción.
Los obreros se reportaban primero con el capataz. Su nombre era Andrés Campillo, un hombre regordete, de rostro chato y facciones nobles que usaba una cachucha de ferrocarrilero, pues antes había trabajado como mozo, en las vías férreas de Aguascalientes. Su improvisada oficina, era una choza de madera, con techo de cartón, y en una de las paredes de varas amarradas con bejuco, tenía una foto del Presidente Adolfo Ruiz Cortines.
Cuando Fausto vio aquella foto del Presidente sexagenario que hablaba de hacerle la guerra a los hambreadores del país, y de garantizarle a la gente, el abasto de café, manteca y piloncillo, miró con una mezcla de respeto y de curiosidad aquel cuerpo enjuto de Contador que parecía clavar la mirada en el vientre de la montaña. Finalmente “el viejito”, Ruiz Cortines, no tendría la suficiente fuerza, para salvar a una nación entrampada entre la pobreza social, y el boicot de los empresarios.
Eran los tiempos de la superstición rural, de las brujas que aterrizaban en sus escobas de fuego, mientras en el cine de blanco y negro, el mecánico Pedro Infante se corría una juerga con la ricachona Silvia Pinal, en la película, El Inocente. Dos países distantes: el de la farándula y el de la proletarización campesina.
Desde el caserío de madera y palma, se podía ver en lo alto, la boca del mineral, rodeado de tierra roja. Era una cavidad de enormes dimensiones, con el hedor a amoniaco de los murciélagos. Los mineros descendían por los laberintos de la oscuridad, como almas perdidas, en las veredas del inframundo, y ahí abajo, se encontraban con los destellos de los elementos químicos, capaces de conducir calor y electricidad, pero también de sacar a flote, las pasiones más oscuras y ocultas del ser humano. Oro, plata…plomo.
En aquel reino subterráneo de los metales nativos, la plata y el plomo vivían en el mismo grupo, presidido por el oro. Se les podía encontrar juntos, abrazados en un mismo estrato, como un suspiro alargado, en las interminables profundidades de arena y roca.
La plata y el plomo, se unen en los abismos terrestres. Son como un matrimonio por conveniencia. Ella es blanca y soberbia, encantadora como la luna llena, y puede inspirar los más divinos poemas. El, en cambio es azul-grisaceo, de elevada corpulencia, y se utiliza con mayor frecuencia en aleaciones, cerámicas, plásticos, municiones y armamentos.
Ella linda y ambiciosa; él, predispuesto a la violencia.
Cuando la plata sale a la superficie, su papel principal, en la comedia humana, no son las monedas, sino la industria, igual puede convertirse en una espada, que en un nitrato medicinal. La plata puede anidarse en la dentadura o colgar del cuerpo, ataviado de joyas blancas y radiantes. Y sin embargo, la costumbre, ha designado a este elemento brillante, como sinónimo de dinero.
Durante muchos, años, la corona inglesa le pagó a los piratas, para que asaltaran y despojaran de sus cargamentos plateros, a las fragatas españolas, en los tiempos de la colonia. Gran parte de esa riqueza, que hoy, todavía se puede ver, en las iglesias europeas, proviene de América.
En los años ochenta, el Diccionario Larousse, ahora en desuso, registraba que en Tamaulipas existían minas de plata y oro. Ahí también había oraciones de plomo, en forma de ráfagas subterráneas.
Hoy, los yacimientos de estos metales, han pasado a segundo término.
Pero, en el submundo de la cultura tamaulipeca, los patrimonios vertiginosos, suelen estar unidos a estos dos elementos.
Se trata de una vecindad, apenas dividida por una delgada frontera de abundancia desmesurada…. y riesgos de alto calibre.
Es así, como las antiguas brujas de los años cincuenta, que estremecían las madrugadas, con sus vuelos incandescentes, han cedido su lugar al hechizo de los dólares, y al anatema de su aleación incurable:
Tamaulipas, de plata y plomo.