Columnas

AL VUELO-Maquiavelo

AL VUELO-Maquiavelo

Por Pegaso​

Volando yo por el aún caluroso cielo de Reynosa recordaba algunos pasajes de la obra de Nicolás Maquiavelo llamada «El Príncipe».​

Maquiavelo hacía una serie de recomendaciones y sugerencias al monarca florentino que en aquel tiempo era su mecenas, sobre cómo se puede gobernar a un pueblo.​

Y hacía énfasis en la gran diferencia que hay entre ser un gobernante amado y ser un gobernante temido.​

«El Príncipe» se publicó en el año 1531, tras la muerte de su autor. En general se considera como un tratado de doctrina política y está dirigida a Lorenzo de Médici a quien explica cómo actuar y qué hacer para unificar a Italia y sacarla de la crisis en que se encuentra.​

Además, constituye un importante aporte a la concepción moderna de la política ya que implica que el ejercicio real de la política conlleva situaciones reales, con hombres y pueblos reales cuyas conductas, decisiones y acciones generalmente no responden necesariamente a la moral, sino a las leyes del poder.​

O lo que es lo mismo, «El Príncipe» es un libro que dice cómo alcanzar y cómo conservar el poder, sin importar la manera en que eso deba lograrse.​

Matar a un candidato a la Presidencia de la República, por ejemplo.​

Definitivamente, muchos gobernantes y políticos han leído esa obra, pero pocos la han entendido.​

Estamos en un momento maquiavélico porque la República está ante un gran riesgo, el de renacer o el de desaparecer.​

El riesgo es alto para la República, si las circunstancias cambian y el gobernante no cambia su forma de proceder; porque las Repúblicas también perecen, y lo más difícil para un gobernante es cambiar su actuar ante un fenómeno inesperado.​

Por eso digo que quien se prepara para gobernar tiene que prepararse para lo inesperado, para el cambio inesperado.​

Es raro, pero soñé que estaba dando una conferencia sobre el «Realismo e Idealismo de Maquiavelo» en un salón grandote lleno de gente entacuchada y con cara de fuchi.​

En el sueño esas palabras me salían naturalitas. Como en un déja vú.​

Veía mi imagen en el monitor de una cámara de televisión y tenía una gran calva, unas orejas prominentes y un bigote de quemador, además de una sonrisilla diabólica en mi rostro.​

Sueño más raro no había tenido jamás.​

Creo que fue la orden de tacos de trompo que me chingué anoche.​

Va el refrán estilo Pegaso: «Se me imposibilita percibirlos con el sentido de la vista y no puedo percibirlos con el sentido del oído». (Ni los veo ni los oigo).​