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AMLO y las lecciones de Goebbels

AMLO y las lecciones de Goebbels

Por Alberto RIVERA

Más allá́ de AMLOVERS Y AMLOHATERS, Andrés Manuel López Obrador es el mejor propagandista político en nuestro país. Es por ello que hemos elegido dirigir la columna de HOY a un análisis de su estrategia comunicacional y su discurso político, partiendo de una serie de reflexiones personales pero sobre todo de muchas aportaciones teórico prácticas.

AMLO nunca dejó de hacer campaña, ni siquiera ahora que alcanzó el poder. Apegado a un estilo coherente al simbolismo de esperanza que representa, articula un discurso nacionalista especialmente dirigido a esa masa de personas de escasos recursos que por millones confían en él. Se dirige a sus bases, son ellos al final de cuentas los receptores que le interesan en ese rito propagandístico matutino de emitir los comunicados con el sello ideológico de esa abstracción pejista llamada “Cuarta Transformación”.

Cada mañana, desde que llegó a la Presidencia, López Obrador es capaz de generar tal cantidad de mensajes que se apodera de las primeras planas de los diarios y de las conversaciones de café. El recinto del Palacio Nacional, símbolo histórico de los gobiernos liberales del siglo XIX e irónicamente también de la dictadura de Porfirio Díaz es el perfecto escenario para el lucimiento del gran orador cuasijuarista.

Ahí, con rostro adusto y alejado de las recetas de la imagen pública, le importa un cacahuate lucir presidenciable, para López Obrador la sotana no hace al monje. Sin embargo, hace un esfuerzo por portar un austero traje, la mayoría de las veces con una corbata con nudo asimétrico, siempre mal acomodado; a estas alturas no necesita verse bien para la foto, sino levantar emociones con un discurso verosímil, que se sustenta en los mejores recursos de la retórica del mitin.

El discurso televisado, además, le permite, en vivo y a todo color, imponer la agenda del día, con ese tono firme, cansino y torpe. De tal forma, en ese monólogo que los millenials llaman “el stand up mañanero”, lleva la discusión a los terrenos que a él le conviene, simplemente para construir, recrear y administrar una retórica que con toda la maquinaria del Estado mexicano y el poder de los medios de comunicación, lo mantenga en los niveles más altos de aprobación que ningún mandatario en los últimos sesenta años ha alcanzado en su primer año de gobierno.

Andrés Manuel López Obrador no es un improvisado, por el contrario: es un astuto político surgido de la teoría y la práctica. Si bien de los libros de ciencia política en su etapa de estudiante como politólogo en la UNAM quizás nada aprendió, en realidad la mayor parte de los aprendizajes surgieron del conocimiento empírico, de un profundo contacto con los grupos sociales y minorías, primero en los centros indigenistas del Instituto Nacional Indigenista, luego de la mano de su mentor Carlos Pellicer, y posteriormente desde la trinchera de la oposición antisalinista-zedillista-foxista-calderonista-peñista.

Después, como jefe de Gobierno y en un largo y sinuoso recorrido por tres candidaturas presidenciales, absorbió todo el conocimiento posible para generar un movimiento basado en un discurso propagandístico que se ha ido transformando en cada coyuntura, pero que en esencia mantiene las reivindicaciones de un cuasisocialismo en el que se evocan los principios ideológicos de los héroes, mártires y caudillos mexicanos, fijando un lenguaje que a veces parece una combinación empleado por el presidente orador Adolfo López Mateos, el honesto Benito Juárez o el nacionalista Francisco I. Madero.

En la mejor tradición de los grandes propagandistas de la historia, como Adolf Hitler, Franklin Roosevelt, Juan Domingo Perón, Lázaro Cárdenas, Francisco Franco o Daniel Ortega, coloca cada mañanera los valores nacionales y símbolos que le permiten fustigar con el dedo alzado a todos los enemigos del pueblo. Arremete a diario contra la corrupción, a la que considera el mal de todos los males.

Hoy el uso de arengas, símbolos y enarbolar el ideario del nacionalismo y patriotismo le permiten al jefe del Estado mexicano alcanzar mayor aprobación que incluso la que le permitió en campaña obtener la silla presidencial.

Conocedor de la retórica correcta para conectar con el círculo verde, ese sector de población amplio y popular, el presidente expresa en frases sencillas y explicaciones ligeras los cuestionamientos de la prensa, a la que cada mañana utiliza para imponer la agenda pública, fijar el nivel de la discusión y construir al enemigo en turno para responsabilizar del desastre recibido.

Abre frentes con enemigos que le sirven de sparrings porque luego de una larga lucha hay un rencor acumulado que recibe el aplauso de sus aduladores, que lo alienta a seguir golpeando a los responsables de la barbarie mexicana.

Como buen alumno de Goebbels implementa cada amanecer el principio de simplificación y del enemigo único para culpar a la mafia del poder de querer sabotear su gestión. No olvida el principio del método del contagio al reunir a todos sus adversarios, conservadores, empresarios, prensa fifí, funcionarios corruptos, expresidentes en una sola categoría: los enemigos del pueblo. Y jamás descuida el principio de orquestación que en estricto sentido supone limitarse a un pequeño número de ideas y repetirlas hasta el cansancio hasta crear en el imaginario colectivo la idea de que sus dichos son verdadesaceptadas por la sociedad: “la corrupción es el principal problema de México”; “la amnistía no significa impunidad”; “la violencia se desató en el país porque no ha habido crecimiento económico desde hace 30 años”; “el pueblo no es tonto, tonto es el que piensa que el pueblo es tonto”; “no tengo derecho a fallar”.

Tan sólo tres de los once principios de propaganda de Goebbels que como buen conocedor del sentimiento popular el presidente dosifica en mensajes repetitivos cada mañana en el que lecciones de la vieja escuela de la propaganda se refrescan.

@Alberto_Rivera2