Columnas

Clara García Sáenz

Rutina y quimeras

Clara García Sáenz

Para leer el 68

Nos criaron como una generación apolítica y nos volvimos indiferentes, tanto que nos llamaron la Generación X. En la escuela ningún maestro hablaba de ideas políticas, porque o carecían de ellas o les parecía innecesario arriesgar su chamba si criticaban al sistema político mexicano y a su partido oficial. Todos mis maestros de primaria y secundaria saboreaban las mieles de una plaza magisterial que en las décadas de los 70 y 80, a pesar de las duras crisis económicas a ellos siempre les redituaba en mejores condiciones de vida y tener un carro de agencia.

En mi pueblo, ser maestro era pertenecer a una clase social privilegiada, todos nos apretábamos el cinturón, padecíamos carestía, pero ellos puntualmente cobraban sus quincenas y las tiendas de abarrotes les garantizaban la mercancía con la que se especulaba. Entonces, para qué cuestionar al sistema político y al PRI, para qué explicar y criticar el neoliberalismo, si la mayoría de ellos y nosotros no lo entendíamos.

Pero en casa “la matanza de estudiantes de 1968 en Tlatelolco” fue un tema presente; mi mamá nos contaba de ella, no porque ahí hubiera estado, sino porque a pesar de vivir en el norte, la voz popular se había apropiado de esa historia y la mantenía viva. Mis hermanos mayores en ocasiones también la comentaban; cuando les preguntaba a mis maestros poco o nada sabían, y tampoco, ningún periódico de los 70 u 80 la evocaba.

Pero en mi tránsito escolar conocí también como garbanzos de a libra a dos maestros de izquierda, politizados, diferentes al resto y que curiosamente, los padres de familia no los querían y la escuela les hacía corralito para echarlos “por revoltosos”, se decía en voz baja, aunque su único pecadillo fuera el exhortarnos a pensar diferente y cuestionar nuestra realidad.

El primero fue mi maestro de ciencias sociales en primero de secundaria, el segundo en el bachillerato, ambos en la década de los 80 simpatizaban con el sistema socialista, llevaban en su memoria las heridas abiertas de las luchas de los 60, de la guerra sucia de los años 70 y veían un paisaje desolador en una guerra fría donde la mancuerda Reagan-Thatcher pisoteaban los derechos de los trabajadores e inauguraban la era del capitalismo salvaje.

Pero en las escuelas ninguno de nosotros entendíamos lo que pasaba y creo que los maestros tampoco, adentro no se discutía la realidad, no se cuestionaba el sistema, no se criticaba, no se practicaba el análisis. De espaldas a la realidad se vivía en las aulas. En 1988 ninguno de mis compañeros de bachillerato tramitó su credencial de elector, a nadie le interesaba ir a votar, ni sabían quiénes eran los candidatos, solo que Salinas de Gortari sería el próximo presidente.

La lucha de Cuauhtémoc Cárdenas y su movimiento democrático a nadie de mi generación le interesaba, unos porque no sabían de su existencia otros porque no lo entendían. El sistema nos formó, nos educó en sus escuelas para ser ciudadanos bien portados; nada de protestas, de crítica; para qué pensar si éramos los hijos mimados de las instituciones. Fuimos una juventud muy equis, alienada, confundida en los términos políticos; pasivos e indiferentes en asuntos políticos. En ese escenario pueblerino tuve la fortuna de leer dos libros que entonces me estremecieron y me confundieron, por la forma en que se contaba un mismo hecho: el movimiento del 68.

El primero y tal vez el más conocido hasta entonces y hasta la fecha fue “La noche de Tlatelolco” de Elena Poniatowska y el segundo fue “Los días y los años” de Luis González de Alba. El primero lo leí con conocimiento de causa, con cierto morbo; el segundo, por casualidad, lo había comprado baratísimo en El correo del libro porque la contraportada decía que se trataba de “una crónica intima acerca del movimiento del 68 y la estadía del autor en el Palacio de Lecumberri los meses siguientes al dos de octubre”.

Muchos años después, releí ambos y entonces, ya con herramientas académicas, pude comprender la confusión que me había producido entonces y que ahora lo calificó como una cuestión de género. La noche de Tlatelolco, es un libro de corte periodístico, donde la autora hace una enriquecedora exposición de testimonios de muchos que participaron en el movimiento ya sea de manera activa o como espectadores, estudiantes, maestros, políticos, líderes de oposición, obreros, periodistas, académicos, científicos, soldados.

Se divide en dos partes, la primera que recoge los testimonios del movimiento desde julio hasta octubre y la segunda que tal vez sea la más dramática y en muchos momentos confusa por lo forma visceral con que la cuentan los entrevistados que se refieren a la noche de dos de octubre y los días subsecuentes.

Este trabajo de Poniatowska ha pasado de ser un libro periodístico a un testimonio oral para la Historia, un referente obligado, una voz autorizada. De hecho, tengo la impresión de que el título del libro, que suena muy fuerte, ha contribuido en gran medida para que el dos de octubre no se olvide, centrando el interés de los mexicanos más en ese día, que el movimiento, en su contexto y en sus consecuencias y ecos del jueves de Corpus del 71.

Algunos dicen que decía el periodismo es el hermano bastarda de la literatura y de la historia y creo que tienen cierta razón porque de él se alimentan esta dos últimas, de hecho, el libro traza ambas vertientes; por una parte, los testimonios se ordenan cronológicamente con los hechos y no en el orden en que se consiguieron, permitiéndole al lector entender el movimiento desde el inicio hasta su trágico desenlace y por otra parte, va mezclando algunos corridos y poemas, entre ellos el de Rosario Castellanos escrito especialmente para el libro.

A través de los testimonios, el lector puede construirse su propia versión de los hechos, puede interpretar y digerir, porque el libro no propone conclusiones, lo cual me parece que es uno de sus mayores aciertos, aportando datos como lo que dicen los encabezados de los periódicos del día siguiente y un importante acervo fotográfico que Elenita recuperó de sus compañeros periodistas de los diversos medios y que no fueron publicados, incluso ninguna está firmada para no comprometer a los fotógrafos.

Hay momentos en que la lectura de los testimonios refuerza la idea de que fue el ejército represor el autor de la masacre, que aunada a la vox populi y el silencio de Estado fue la verdad histórica hasta que pudimos ver los videos desclasificados donde el ejército es también emboscado y algunos de sus oficiales muertos.

La noche de Tlatelolco, es un testimonio oral de invaluable memoria, pero debe leerse a la distancia con cautela histórica, es un referente sí, pero no es una verdad total, porque los testimonios están hechos en un presente confuso, están contados con la víscera y la emoción, con el coraje del momento. Tan es así que después, uno de sus más importantes informantes desmintió sus dichos y acusó a Poniatowska de tergiversar sus palabras.

Hablo de Luis González de Alba que el mismo año en que aparece La noche de Tlatelolco, él publica Los días y los años, un libro autobiográfico que cuenta en una mirada interior el movimiento estudiantil trabajándolo en dos tiempos, el presente que es Lecumberri y el pasado que son los meses del movimiento, tengo la perversa impresión que De Alba intenta con este libro limpiar la imagen del Consejo Nacional de Huelga y de sus compañeros de cualquier pecadillo y mostrar en contraste la brutalidad del Estado, tanto como represor durante los meses del movimiento como verdugo durante los años que duraron recluidos en Lecumberri.

De Los días y los años podemos recoger el lenguaje fresco de los líderes del movimiento, algunos de sus hábitos, sus pláticas, su ir y venir durante toda la lucha. El problema, creo es, el estilo, porque que los tiempos narrativos los corta de tajo y los fragmenta para intercalarla su vida en la celda, sus recuerdos del movimientos y la convivencia en Lecumberri; el hilo narrativo se complica en momentos, pero permite al lector situarse dentro de la cárcel todo el tiempo. El libro deja un sabor amargo, porque uno termina sintiéndose también preso, impotente, fracasado, se queda con el sentimiento que en el 68 perdimos la lucha.

Este acontecimiento histórico ha producido una larga lista de libros, que van desde el periodismo a la literatura, desde Luis Spota con “La plaza” hasta Fernando del Paso con “Palinuro de México” pasando por Monsiváis con “Días de guardar”. Pero creo que “La noche de Tlatelolco y “Los días y los años” son las versiones más fehacientes del movimiento, más influyentes y cercanas de los acontecimientos como narrativas de primera mano; donde muy hábilmente se utilizaron los géneros literarios y periodísticos para contar este trascendente hecho histórico.

E-mail: claragsaen@gmail.com