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El frío verano en la selva negra

Rutinas y quimeras

Clara García Sáenz

El frío verano en la selva negra

Muy de mañana salimos de Frankfurt; a pesar de ser verano aquella mañana era fría y enfilamos rumbo a Suiza, nuestra intención era llegar por la tarde a Zúrich no sin antes visitar la Selva negra. Al cabo de una hora y media llegamos a Heidelberg, cuyo atractivo principal es un castillo que se encuentra en la cima de la montaña; la ciudad a sus pies es pintoresca, con calles estrechas, casas medievales, generosos balcones llenos de flores, fuentes antiguas y un monumento a la peste. Ahí se encuentra una de las universidades más antiguas de Europa, fundada en la Edad Media casi al mismo tiempo que la de Bolonia que según dice, es la más antigua del mundo.

No hay mucho que andar por su centro histórico, pero la vista de las casas y calles es de apabullante belleza que en cuestión de segundos uno se siente dentro de un cuento de los hermanos Grimm. Como empezaba a llover y el frío se hacía sentir, decidimos entrar en un café cuyo nombre en alemán me resulta irrecordable.

El interior del café me recordó una película de la segunda guerra mundial, las mesas, sillas, la barra, la vitrina con copas, todo era viejo, de una madera vieja, impregnada de humo, pero bien conservada. Sorprendentemente nos vimos en medio de parroquianos que fumaban dentro del local, no parecía un lugar para turistas o al menos los que estaban a esa hora de la mañana no lo eran, tenían la pinta de ser clientes que van a leer el periódico, a platicar o simplemente a tomarse un café mañanero.

Nos sentamos en una de las tres mesitas del minúsculo café, el hombre que estaba detrás de la barra, un alemán de gran estatura que despachaba con diligencia las bebidas, se acercó amablemente y nos preguntó en perfecto español que deseábamos tomar, pedí un chocolate y Ambrocio un café.

Le dijimos sorprendidos que hablaba muy bien español, sonrió al tiempo que respondía “también francés, portugués e italiano”. Pasamos un momento de los más agradables esa mañana metidos en ese café minúsculo, como dos intrusos, observando la vida cotidiana de los alemanes.

La lluvia se volvió aguacero cuando nos dirigíamos al lago Titisee, en la Selva negra, orgullo de los alemanes; se dice que el lago recibe su nombre en honor a Tito, emperador romano que recorrió con sus legiones esa región del sur alemán y quedó impresionado de la belleza del lago. La Selva negra debe su nombre a la gran cantidad de pinos de gran altura que provocan una oscuridad aún de día al recorrer sus caminos, los romanos le llamaban populus nigra.

Alrededor del lago hay tiendas de suvenires, restaurantes y cafeterías, su paisaje de postal provoca que los visitantes se enamoren del paisaje, la belleza del lugar es única e inspira una tranquilidad en medio del amenazante bosque de abetos que en momentos dan la sensación que van a devorar a los mirones que pasan por ahí.

Al salir del lago y tomar carretera hacia Zúrich nos extraviamos en los caminos cuyo paisaje boscoso en momentos oscurecían y en otros clareaba demasiado por la tala, que, aunque moderada, existe.

Al atardecer llegamos a Suiza, a un hotel impecable, aunque modesto, pero con una preciosa vista al lago de “Los cuatro cantones”, que por encontrarse lejos del centro de la ciudad nos obligó a terminar comprando algo para la cena en un supermercado que estaba cerca. La calidad de vida de los suizos particularmente en Zúrich, su capital financiera, es muy alta, por consiguiente, todo es más caro que en el resto de Europa, así que unas galletas que en Frankfurt pueden costar dos euros, en Zúrich cuestan cinco, un bocadillo que en París cuesta tres euros, ahí seis y además las bolsas de plástico para el mandado no cuestan como en el resto de Europa un euro sino hasta cinco o 10.

El frío verano nos acompañó hasta Lucerna, una ciudad antigua, hermosa y un poco nostálgica. Sus casas y edificios bordean el lago, el mismo que el de Zúrich, llamado de “Los cuatro cantones” y un extenso puente peatonal de madera construido en la Edad Media comunica los extremos. Aún se conservan algunas decoraciones originales, aunque ha sido reconstruido varias veces.

Suiza se distingue por sus grandes templos, que, aunque originalmente fueron católicos, la mayoría protestante los tomó para su servicio desde la propagación de esta corriente cristiana, por eso llama poderosamente la atención ver templos católicos en uso como el que en Lucerna se encuentra. De estilo barroco, fue construida en el siglo XVII y dedicada a San Francisco Javier. Su conservación y belleza son impecables, su fachada es discreta en comparación con su interior. Símbolo de la resistencia católica contra el calvinismo suizo en la época en que fue construida.

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