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Gerardo González…

El Fogón

Gerardo González…

(Segunda parte)

José Ángel Solorio Martínez

  -¡Entrega la pistola Gerardo…!-, rugió el comandante Prado.

La Fonda del Sol, centro nocturno enclavado en el corazón de la Zona Rosa en Reynosa, Tamaulipas, se había quedado vacío. Lugar de los mejores espectáculos en la ciudad –con frecuencia ofrecían shows artistas de la talla de Lupita D’ alessio, José José, Juan Gabriel, Marco Antonio Muñiz y otros de similar alzada- regularmente estaba a reventar. Era ese sitio, un enorme galerón con una monumental barra de cedro y una pequeña pista de baile.

Tenía una gigantesca puerta de madera labrada, que era al mismo tiempo, entrada y salida de la finca.

Agentes aduanales, policías federales –frecuentaban el lugar Guillermo González Calderoni y Rafael Chao López, legendarios policías fronterizos-, oficiales del Ejército, contrabandistas, polleros –así se le conoce a las personas que han hecho de su trabajo de pasar indocumentados a los Estados Unidos, su profesión-, eran la amplia y diversa comunidad que hacía de ese antro, uno de los negocios más socorridos de la comarca.

Los acompañantes de Gerardo González, se abrieron.

Estaban desarmados.

En la mesa, sólo quedaron González y una botella de Old Parr a medio consumir.

“! Venga por ella Comandante!..-, ripostó el pistolero.

Al frente del operativo policial –una docena de preventivos, armados con pistolas y varios con metralleta M16, que había mostrado gran efectividad en la Guerra de Viet Nam- iba el Comandante Oscar Prado.

El policía Prado, era un hombrón de un metro 90, macizo, sólido. Vistió toda su vida, pantalón y camisa kaki, cinto piteado, botín puntiagudo y un sombrero texano, Stetson gris. Por ese tiempo, portaba un amplio y negrísimo bigote que asemejaba un cuervo escurriéndose. En su cintura, colgaba un cinturón lleno de balas y una funda en la cual portaba su siempre bien aceitado revólver.

Hablaba poco; muy poco.

Cuando el Jefe de Policía lo enviaba a una misión, sólo asentía. Quienes le conocieron, cuentan que antes de retirarse a cumplir cualquier orden, de sus ojos, salían fulgores que parecían afiladas dagas.

Al primer cancón que Gerardo hizo para sacar su arma, los policías dispararon. 14 balazos, impactaron en su cuerpo. No alcanzó a accionar su pistola. Malherido, los socorristas lo trasladaron al hospital. Su fortaleza, le hizo sobrevivir al ataque.

Muchos amigos, lo visitaron.

Les decía desde su lecho, con un susurro doloroso:

-Díganle a Prado que venga a verme…-.

Algunos avisaron al Comandante.

Prado, era un policía típico de la frontera: absolutamente supersticioso. Tenía en la Colonia Juárez una mujer, que le había hecho un amuleto personalizado, le leía las cartas y le aconsejaba antes de sus quehaceres. Pagaba con dólares sus servicios. Y con mayor razón, si revestían algún peligro.

  Soltó el policía:

“Gerardo quiere que vaya a verlo. Aconséjeme…”.

La dama, lanzó las cartas españolas sobre el tapete rojo.

Una vez.

Dos veces.

Tres veces.

El cuarto de la consejera, olía a incienso, a ruda y a pirul. Los hilos de humo que salían de las veladoras –muchas con la imagen de San Judas Tadeo, algunas con el rostro de Pancho Villa-, subían zigzagueantes y se embarraban en lo alto, dejando negras y aleatorias pinceladas en el techo.

Sentenció la hechicera:

-¡Ni se te ocurra ir!-.

Dos días más tarde, murió el gatillero.

El médico, responsable de firmar el dictamen, retiró de un golpe la sábana del cuerpo inerte.

Se asustó.

Gerardo González, tenía en su mano derecha, amartillada, su escuadra 45…