Columnas

La felicidad tecnológica del reencuentro

Rutinas y quimeras

Clara García Sáenz

La felicidad tecnológica del reencuentro

Tenía 15 años cuando salí de mi pueblo y aunque Giuseppe Tornatore no había rodado todavía Cinema Paradiso para abrevar en la sabiduría de Antonio cuando le dice a Totó “nunca vuelvas, no te dejes engañar por la nostalgia”; me hice la promesa de nunca regresar, cosa que no cumplí tampoco. Sin embargo, poco a poco dejé de frecuentar a mis compañeros de escuela hasta perderles el rastro y olvidarme de ellos.

Con la popularización del Facebook empezaron a aparecer a cuenta gotas algunas de mis compañeras de infancia, no más de cinco llegué a encontrar, pero solo los veía y me veían, con un “me gusta” esporádico.

Llegué a pensar incluso, en muchas ocasiones que nada en común tenía ya con ellas, recuerdos lejanos, confusos, rostros y nombres que escapaban de la memoria. Un buen día, una de mis amigas Facebook de secundaria me envió un mensaje por in box, donde me preguntaba si quería formar parte de un grupo de Whats app, dejé el mensaje varios días sin responder, hasta que recordé que meses antes había estado en San Luis Potosí donde había saludado a una de mis más entrañables compañeras de infancia, Julissa; en aquella ocasión le regalé mi libro y le dije que me sorprendía el cariño y la confianza que sentía al verla a pesar del tiempo que había pasado; más de 30 años, ella me respondió con su sonrisa sencilla “que los afectos de la infancia eran los que nunca se perdían y que en ocasiones eran los más sólidos y sinceros”.

Fue entonces cuando respondí el mensaje, dije que sí y di mi teléfono; al siguiente día estaba dentro de un grupo de Whats apps que funcionaba 24 horas continuas, era increíble el ritmo en que se movían los mensajes, la fluidez de las conversaciones en un nivel de confianza, afecto y respeto.

Los primeros días cada uno contaba su historia, dónde vivía, en que trabajaba; las semanas siguientes pasaron a los recuerdos de la infancia, las anécdotas; meses después pasaron a contarse sus penas y enfermedades, y finalmente, el grupo alcanzó su natural actualidad, donde se cuentan las cosas de la vida diaria, los problemas laborales y familiares.

El nivel de confianza fue creciendo a medida que el grupo se iba reduciendo hasta quedar solo quienes encontraron en él lazos solidarios, afectos, afinidades y la posibilidad de reconocerse en el otro, en el origen, en la sencillez de la amistad infantil, muchas veces, la más sincera y trasparente.

Finalmente, mis compañeras organizaron una reunión de generación, y pude ver en sus fotos y comentarios posteriores la emoción y la alegría que les produjo este encuentro, les pedí que lo definieran con una palabra, pero el ejercicio resultó imposible, muchas confesaron después, que a partir de este reencuentro sus vidas son más alegres y ellas más felices.

Hace algunas semanas me reuní en San Luis Potosí con algunas de ellas y tal vez las largas horas de charla en el Whats apps que liberaron nuestros miedos, me hicieron sentir que el tiempo no había pasado, la distancia no había existido y nuestros afectos estaban fortalecidos por los años. Ahora, con historias por contar, pasamos largas horas charlando, gracias a la tecnología, que también ayuda a reencontrar nuestros afectos. Esta semana Julissa cumplió años y me pidió que le escribiera un poema, pero ante la torpeza de no saber escribirlo, le dedicó esta columna, por los años en que ha mantenido la llama del cariño, la claridad de los recuerdos de la infancia, la alegría que le imprime diariamente a la vida y su generosa capacidad para contagiarla. E-mail:claragsaenz@gmail.com